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Cárcel Modelo 

La fila, ‘mi sacrificio’

En este vídeo conozca un poco más acerca de la historia de la cárcel Modelo .

A las 5:00 de la mañana, la calle que traza una de las cárceles más  nombradas de la ciudad, la cárcel Modelo de Bucaramanga, recrea un domingo de visita, día en el que solo pueden ingresar mujeres y menores de edad.

El establecimiento comenzó a funcionar desde 1908 en una antigua casona ubicada en el barrio La Concordia en un lugar donde hoy son los talleres de reparación mecánica del departamento de Santander. Con el crecimiento de la población carcelaria, se creó la necesidad de poseer un lugar más acorde para la convivencia de los reclusos. Entonces comienza en la década de los 50 la construcción de un nuevo centro penitenciario, en un predio de la calle 45 entre las carreras 4 y 6 del barrio Alfonso López.

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Allí fueron construidos los primeros pabellones, el 1 y el 2 con un total de 120 celdas, donde fueron albergados 250 internos. El 10 de marzo de 1961 se inicia la remisión de 550 reclusos restantes de la concordia para estrenar los patios 3, 4, 5, 6 y 7 construidos con una capacidad para albergar 650 internos. El régimen disciplinario incluía el trabajo obligatorio, razón por lo la cual, los mismos internos contribuyeron a la construcción del establecimiento.  Hoy en día las instalaciones, que tienen capacidad para recluir a 1350 hombres,  albergan a 2.806.

Domingo de visitas

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La luz del alumbrado público es apenas un reflejo vago entre la neblina que aborda la calle. A lo lejos se ve la sombra de un carruaje empujado por una mujer que intenta instalar su venta antes de que llegue la competencia. Se puede oír el traqueteo que hacen los rodajes oxidados sobre el pavimento, cuando Erika Cordero Hoyos intenta acomodar su puesto.

A los minutos llega Pedro Rojas quien desde hace un año, es un vendedor de tinto, que vende además aguas aromáticas, caramelos, cigarrillos y pan; y quien en algunas ocasiones le guarda las pertenecías a las visitantes que ya le tienen confianza. Al instante aparece un segundo vendedor empujando su hornilla para asar pinchos, chicharrón y chorizo. Más tarde llega el de la gaseosa, los jugos y el agua; y así consecutivamente van llegando cada uno de los vendedores faltantes de los veinte que se instalan a las afueras de la Cárcel Modelo.

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Erika Cordero quien desde hace más de once años trabaja como vendedora de almuerzos a las afueras de la cárcel cobra el primer almuerzo cuando su vecino vende el primer tinto. La luz del sol va abriéndose camino poco a poco. Cuando los bombillos del alumbrado público se apagan, sale de las sombras una mujer vestida de negro, que nada vende, nada ofrece, solo quiere entrar a ver a su hijo (condenado a treinta y tres meses de prisión), se sienta sobre una silla blanca frente al carro de tinos y empieza a resoplar el café que acaba de comprar. Contrasta su cara algo cansada con un poco de maquillaje, queriendo ocultar la nostalgia y tristeza que le causa ver a su hijo cuatro domingos al mes, cada ocho días.

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“Dos años llevo yo en este trajín. Y esto —añade entre lágrimas — ya no es nada. Ahora, como usted ve, señorita, ya no se ve a nadie hasta las ocho de la mañana. Antes, hacíamos cola desde el  sábado a las cuatro de la tarde, después de que salían los hombres de visitar a los hombres. Muchos de ellos nos traían mensajes de los internos diciéndonos a nosotras, qué querían que les lleváramos, qué necesitaban. Una tenía que dejar el puesto cuidado para ir a buscar lo que pedían en el caso de que no lo hubiéramos traído” comenta  Leticia Díaz Amaya.

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Aún los guardias no abren la puerta de entrada y una a una siguen llegando las mujeres que se disponen a la visita. Se bajan de taxis, de carros y busetas, cargadas con bolsas llenas de comida, sábanas, ropa y otras cosas para los internos.

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A las seis de la mañana, la puerta principal se abre y salen tres guardias uniformados, el primero se ubica en la entrada, los otros dos se disponen al final de la fila, uno con un sello de tina color azul que marca un número de serie de entrada, con el que va marcando a cada mujer que va ingresando a la fila. Todas están enumeradas con tinta azul en su brazo derecho, para cumplir con el protocolo —que ellas consideran “viacrucis de amor” — ejecutado todos los domingos. Los guardias del Inpec (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario) usan desde hace un tiempo uniformes azulados y camuflados como los del Ejército, diseñados por una empresa de seguridad norteamericana con el argumento de que son colores que se confunden con las sombras.

El lugar  se llenó poco a poco de puestos de venta de mil cosas. Un verdadero mercado: cajas de icopor  para entrar la comida, unas más grandes y otras más pequeñas, todas con las medidas exigidas por los carceleros; escarapelas para tener la cédula a la vista. Y, por supuesto, comida, tanto la que es permitida entrar que debe ser preferiblemente frita o asada y sin salsa, como la que se vende afuera: plátano, pollo  —solo pechuga—  pescado frito, caldo,  de pescado y de costilla, deditos de queso, empanadas de carne y de papa, avena, masato, café con leche, tinto, perico, los huevos duros, las arepas. El pan con levadura y  los bollos de mazorca están específicamente prohibidos por ser susceptibles de utilizarse para fabricar bebidas destiladas. Como no se puede entrar con zapatos, se venden y se alquilan chanclas o  chancletas, como también existe el negocio de guardar las pertenecías que no se pueden entrar, las cuales son enumeradas por ficho y se reclaman al salir.

Mientras se tomaba el cuarto tinto —sople y tomé—, la mujer de negro, Leticia Díaz, se cambiaba los tenis, también negros, por unas chanclas blancas que deben dejar el empeine y los dedos al aire libre. Se dispone a ser marcada con el sello e ingresar a la  corta pero infinita fila.

A decir verdad la fila no es muy larga, unas 50 mujeres haciendo cola entre la pared del penal y una malla de casi dos metros de alta. Es una fila llena de colores, tamaños y perfumes. Las visitas se aprietan unas con otras para impedir que alguna tenga la mala idea de colarse. Por la edad se puede deducir si son abuelas, madres, esposas, novias o hijas del detenido, aunque en el rango de 18 a 25 es aventurada cualquier presunción porque muchas mujeres “venden la visita conyugal”.

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Unas, algunas y otras

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Unas se enfilan con el ceño fruncido, otras se saludan como si conocieran desde siempre. Hay quienes no van por su marido, sino por un cliente.

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“A ésa yo no la había visto. Y por la pinta que tiene viene a vender su mercancía ¿verdad viejo? ”, Dice Martha Lucía Ramírez  con confianza al señor que vende chucherías en la cola, al ver a una mujer con la cara empolvada y el cabello recién pintado de negro.

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Ésa, a juicio de Martha Ramírez, es una de las tantas prostitutas que habitualmente llega, entra y se “exhibe” al mejor postor.

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La cola se mueve poco a poco, las visitantes se agitan cada vez que el guardia de la entrada da el paso a la revisión. Más que esperar turno de entrada, las mujeres “recochan”, se hacen bromas, se llaman con sobrenombres o por los alias de sus maridos o compañeros de turno. Cuchichean también lo que pasa en el patio, en el pasillo, en la celda. Los internos tienen derecho a llamar por teléfono fijo, pero también, contraviniendo normas y arriesgando sanciones, se comunican por celular. El Inpec ha instalado unos inhibidores de señal, pero, con todo y eso, los internos se comunican con su gente, así lo aceptan ellas mismas.

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Hay en todas estas conversaciones una especie de risas y sinsabores que le da vida al encuentro entre mujeres que llevan tres, cuatro y más años coincidiendo los domingos en la entrada. Después de pasar los retenes, de identificarse, corren por el túnel llamado “la 36” donde son requisadas por guardianas y a veces por perros. Con todo, en la revisión de la comida que entran es donde las mujeres más sufren. La comida que les da el Estado es de mala calidad y no pasa de un chiringo de carne barata, arroz casi siempre ahumado y papa, agrega Martha Ramírez.

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Los presos añoran la comida casera, con sabor y preparada con cierto cariño. Por eso sobre todo las madres y las abuelas se esmeran en la preparación de la comida. Lo que no sea permitido por la dirección del penal es devuelto o botado al suelo en el retén de comidas. Lo que, por supuesto, es objeto de todo tipo de reclamos. “El buen sabor alivia la pena —aclara Leticia Díaz. Yo me despierto a las 3: 30 de la mañana a hacerle el almuercito y salgo aproximadamente a las 4:30 desde la invasión el páramo. Hoy vengo muy triste — añade entre lágrimas — le traigo muy poquito almuerzo (arroz blanco, papa chorreada y huevo cocido) de que me salga trabajo, le traigo lo mejor que yo pueda, la situación está muy pesada y yo me le mido a lo que salga ya sea hacer aseo, lavar, cocinar o planchar.”

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Las demás acatan la justificación de su compañera. Al llegar la hora de entrada algunas son devueltas y lo que para ellas es un obstáculo amargo en el camino a ver a sus seres queridos, para Edwin Villalobos Martínez ha sido oportunidad de negocio y de ganarse la vida por más de diez años. “yo vendo limonada, quito los remaches y las varillas para que puedan ingresar” con sus dos herramientas de trabajo — un alicate y un cuchillo — Edwin Villalobos, es el encargado de solucionarle la vida a más de una de las 800 visitantes que aproximadamente tiene la cárcel cada domingo.

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A las cuatro de la tarde, las mujeres terminan de salir de la Cárcel Modelo. Una hora triste y nostálgica; una hora a la que ninguna quiere llegar.

La calle 45 de Bucaramanga es una de las arterias más importantes de la ciudad.
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En ella las más duras y agradables historias que te puedas imaginar.  
 
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© 2023 by Alex Kaminski.

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Proyecto Final de las asignaturas Géneros 2 y Taller de Periodismo Escrito y Digital - Periódico 15 (www.periodicio15.com)

Programa de Comunicación Social 

Sexto semestre 2-2017 

Universidad Autónoma de Bucaramanga - UNAB

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