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Parque Romero

Las ramas de una tradición

Las ramas de una tradición

En este vídeo conozca un poco más acerca del Parque Romero y lo que este significa para la cuidad.

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El Parque Romero llena de color y aroma la calle 45. La actividad de la floristería que hace más de 50 años se desarrolla en el este lugar, ha establecido una cadena familiar de tradición en la familia Martínez Díaz y Peña Amaya. 

Crónica

Crónica

A tres puertas de su casa estaba Mario Martínez Jaimes, un joven distribuidor de flores, que cuando terminaba de descargar claveles, margaritas, gladiolos y azucenas frente al Cementerio Católico Arquidiocesano de Bucaramanga, iba a la casa de sus hermanas para descansar. Sin prestarle mayor importancia a este joven trabajador, Matilde, una joven de 20 años, caminaba por las calles del municipio junto a su novio de ojos claros. 


Un día, mientras venía de la Casa de Mercado donde trabajaba en un local de telas, su padre le informó que había concedido su mano a aquel joven vendedor de flores que en silencio se había enamorado de ella y que el matrimonio se realizaría poco tiempo después. Aunque tenía una relación con el muchacho de ojos verdes y cabello rubio, acató la decisión de su padre sin mayor reparo.

 
Así llegaron las flores a la vida de Matilde Díaz, la vendedora que más tiempo lleva ejerciendo la floristería en el Parque Romero, también conocido como ‘el malecón de las flores’ de Bucaramanga. Son 62 años en los que bajo sus uñas yacen residuos de los tallos de las flores que con delicadeza corta para elaborar cada ramo. A pesar de que los años pesan sobre su espalda y la obligan a pasar la mayor parte del tiempo sentada junto a su local en una esquina del Parque Romero, su pasión por esta labor sigue intacta.

 

Mientras se toma un jugo de zanahoria que su hijo Elmer acaba de traerle, recuerda sus inicios como vendedora. En la década de los cincuenta ofrecía rosas, hortensias, tulipanes, margaritas y claveles junto a la puerta del cementerio. Sumergidas en agua, se dividían por docenas la variedad de flores que vendía para aquellos que llegaban a visitar a sus familiares y seres queridos fallecidos. En ese tiempo era una de las pocas vendedoras, que iniciaba no solo con aquello que caracteriza ahora al Parque Romero, sino con lo que marcaría a las siguientes generaciones de su familia. 


Su labor fue evolucionando al mismo tiempo que el cementerio, de vender en la puerta del camposanto al andén del parque, hasta que más tarde, a finales de los noventa, en la administración de Fernando Cote Peña, los dedicados al negocio de las flores, que por ese tiempo empezaba a ganar popularidad, fueron ubicados en su lugar característico de hoy.

 
Con 82 años, su cabello blanco resalta la sonrisa que esboza cada vez que se expresa de aquello a lo que se ha dedicado la mayor parte de su vida. Sobre su vestido amarillo lleva un delantal azul. En su mano derecha conserva aún el anillo de bodas que le recuerda a Mario, a quien, entre lágrimas, admite extrañar cada día, y es que, a pesar de cumplir tres años de su partida, las flores no permiten que su memoria se pierda. 

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Con los primeros rayos de sol, Doña Matilde junto a su hijo Elmer descubren su local debajo de una manta negra que lo cubre durante la noche. Adornan las tablas apuntilladas con los ramos que van elaborando y que son esos clavos los que los ayudan a sostener. Con la tapa agujerada de un tarro de plástico, humedecen los oasis que soportan y prolongan la vida de las flores. A paso lento, Matilde se sienta en la silla de siempre a esperar a cada cliente. Mientras permanece sosegada, delicadamente corta margaritas, claveles y pompones, los organiza circularmente de afuera hacia adentro intercalando el color y el tipo de flor hasta terminar un pequeño ramo, que luego incrusta en una puntilla que quedó disponible por la venta de otro. 


Mientras habla con sus vecinos, sus ojos permanecen entrecerrados debido a que sus mejillas los obligan a achinarse cada vez que sonríe. Se autodenomina ‘la cantante’, pues comparte el mismo nombre de la famosa cantante de música popular, Matilde Díaz. En el fondo alguien le pide que cante. Con cierta timidez esboza los primeros versos que son los únicos que recuerda:  “sal si puedes tierra de amor, sal si puedes que te soñé, sal si puedes bella mansión, sal si puedes… es que se me olvidó”.


Cerca de su pequeño local, compuesto de tarros de pintura que funcionan como baldes, estantes improvisados de tabla y mesas de madera, se encuentra el puesto de flores de su hija Nelly, quien, desde niña, al igual que sus cuatro hermanos, se contagiaron del arte de la floristería. Desde muy pequeños la curiosidad los llevó a sumergirse en esta labor que se convirtió en una tradición familiar. La habilidad que carecían cuando niños se ha pulido con el tiempo y ahora el cuchillo que usa para cortar los tallos de cada flor, se desliza con la destreza otorgada por la práctica.


Mientras Nelly permanece atenta ofreciendo sus trabajos a cada transeúnte que se detiene para apreciar la variedad de ramos exhibidos en su local, Brayan Marín, su sobrino, se encarga de elaborar un arreglo floral. Es delgado, de piel morena, sus dientes resaltan de su boca. Lleva puestos unos audífonos que amenizan su trabajo y que de vez en cuando le hacen mover los labios para susurrar un poco de la canción que escucha. 


Hace un año trabaja con Nelly, pero desde los 12 años viene a acompañar a la señora Matilde y a su tía en la venta de flores. Al igual que ella, el ambiente en el que creció le generó un agrado por la floristería. Sin embargo, a diferencia de su abuela Matilde, para él, la rutina de trabajo que exige el oficio es muy esclavizante debido a las largas jornadas. Aunque disfruta elaborar ramos, sus aspiraciones no incluyen este trabajo.


Pasos más adelante, justo en frente del local de Doña Matilde, se encuentra el puesto de su nieto Iván Mauricio Villamizar, quien sigue la herencia que le dejó su padre. Busca entre los baldes rosas blancas para un ramo fúnebre que luego debe llevar en la parte trasera de su moto tres cuadras más adelante. Aunque su padre no se dedica actualmente a las flores, su pasión por estas viene directamente de su abuela. Recuerda que cuando niño ella les decía: “mijo haga un ramito a ver si se vende, empezaba a hacer uno sus ramitos de floristería, se hacían y se vendían y haga otro. Fuimos evolucionando, y a medida que va uno creciendo va a adquiriendo más conocimiento”.


Sus palabras para referirse a este arte son similares a las de su abuela, aunque la panorámica actual que percibe del oficio no es tan esperanzadora como quisiera. A pesar de que disfruta su trabajo, siente que el aumento de la competencia, de la sectorización en los barrios y la venta en los semáforos han afectado esta labor y que no es tan rentable como en los tiempos en los que Doña Matilde comenzó. Aunque para él, buscar otra alternativa no es opción, pues quiere continuar con esta misma actividad, pero en una categoría mayor, ofreciendo sus servicios a estratos más altos.

Él es Brayan Marín. Desde sus 12 años se mueve entre flores. 

Ha heredado el  arte de la floristería de su abuela Matilde.

La calle 45 de Bucaramanga es una de las arterias más importantes de la ciudad.
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En ella las más duras y agradables historias que te puedas imaginar.  
 
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© 2023 by Alex Kaminski.

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Proyecto Final de las asignaturas Géneros 2 y Taller de Periodismo Escrito y Digital - Periódico 15 (www.periodicio15.com)

Programa de Comunicación Social 

Sexto semestre 2-2017 

Universidad Autónoma de Bucaramanga - UNAB

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